En solo tres puntos resumió Jesús el itinerario y la sustancia de su mensaje: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

La revelación de su propia condición divina de Hijo de Dios en misión anunciadora del Reino, en triple asignación ascendente de realidades divinas, camino, verdad y vida, nos aboca el compromiso de asumir un peregrinaje en que Jesús nos precede como guía señero , nos dirige con las indicaciones bienaventuradas de su Palabra inequívoca y nos une con la singularidad de su amor transformante y salvador.

Jesús es el camino que, desde la referencia constante al mapa de Palestina, dirige nuestros pasos por la geografía de su corazón. 

Jesús es la verdad que expresa la voluntad del Padre y la proximidad del Reino, mediante la palabra, a todo lo largo y lo ancho de Galilea y de nuestro fervor. 

Jesús es la vida que, con su Muerte y Resurrección en Jerusalén, tras una larga travesía de esfuerzos, por tramos sucesivos que suben hasta Jerusalén y desde allí al Calvario, último punto moral del peregrinaje suyo y nuestro, nos restituirá a la comunidad del amor del Padre.

Peregrinar es tanto como rastrear las huellas seguras de quien se proclamó camino a sí mismo, porque en el aprendizaje sin pausa de ese seguimiento se va modelando la efigie del propio perfeccionamiento, hasta sentir cómo van surgiendo en sí mismo, de etapa en etapa, los perfiles cristianos del auténtico peregrino. Y si frente a la tentación fácil de trochas y atajos aventureros, la certeza de no errar se procura situándose uno en la proximidad del Adelantado que nos abrió camino, nunca se estará más cerca de Jesús que cuando se comparte las enseñanzas de su amor, habitando en todo tiempo su corazón y la favorecida geografía donde trazó el Maestro los ásperos derroteros que confluyen en el camino de la fe hacia el Reino del amor, que es como comulgar con Él, de su propia mano, en torno y al borde de su propia mesa.

¡Hay un lucero en el horizonte y una alta luz en nuestras manos! Hagamos de nuestras peregrinaciones una forma de transformarnos a nosotros mismos en retratos del propio Jesucristo con nuestras buenas obras, con muestras palabras de aliento y con nuestras acciones de bien.